El historiador Antonio Gaztambide-Geigel ha manifestado que la noción de una “región caribeña” fue inventada por los Estados Unidos a finales del siglo XIX, como resultado de su expansión militar y económica en esta área[1]. De otra parte, el intelectual y ex-presidente de la República Dominicana Juan Bosch, definió el Caribe como las islas antillanas que van en forma de cadena desde el canal de Yucatán hasta el golfo de Paria; la tierra continental de Venezuela, Colombia, Panamá y Costa Rica; la de Nicaragua, Honduras, Guatemala, Belice y Yucatán, y todas las islas, islotes, y cayos comprendidos dentro de esos límites. En este sentido, la definición presentada por Bosch tenía un sentido más geográfico que socio cultural[2].
En términos culturales asumo la descripción de esta región que hace el crítico literario, cultural y escritor de origen cubano Antonio Benítez Rojo[3] cuando señala que la región de la cuenca del Caribe, a pesar de comprender las primeras tierras de América en ser conquistadas y colonizadas por Europa, es todavía, una de las regiones menos conocidas del Continente. Los principales supuestos obstáculos que ha de vencer cualquier estudio global de las sociedades insulares y continentales que integran el Caribe son, precisamente, aquéllos que por lo general enumeran algunos/as científicos/as sociales para definir el área: su fragmentación, su inestabilidad, su aislamiento, su desarraigo, su complejidad cultural, su dispersa historiografía, su contingencia y su provisionalidad.
Desde la perspectiva discursiva el mundo caribeño se compone de mensajes -“language games”, diría Lyotard basándose en los trabajos de Wittgeinstein- emitidos en cinco idiomas europeos (español, inglés, francés, holandés, portugués), sin contar los aborí-genes que, junto con los diferentes dialectos locales (surinamtongo, papiamento, créole, etc.) dificultan enormemente la comunicación de un extremo al otro del ámbito. En la versión de Benítez Rojo el Caribe se define a partir del hecho geográfico. Específicamente, el hecho de que las Antillas constituyen un puente de islas que conecta de “cierta manera”, es decir, de una manera asimétrica, Sudamérica con Norteamérica. Ese hecho geográfico le confiere a toda el área, incluso a sus focos continentales, un carácter de archipiélago, es decir, un conjunto discontinuo, un campo de observación muy a tono con los objetivos de Caos. La noción de Caos que se utiliza para describir la región es la de la perspectiva científica. Esto es, caos en el sentido de que dentro del desorden que bulle junto a lo que ya sabemos de la naturaleza es posible observar estados o regularidades dinámicas que se repiten globalmente.
Dentro de la fluidez sociocultural que presenta el archipiélago Caribe, dentro de su turbulencia historiográfica y su mido etnológico y lingüístico, dentro de su generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, pueden percibirse los contornos de una isla que se “repite” a sí misma, desplegándose y bifurcándose hasta alcanzar todos los mares y tierras del globo, a la vez que dibuja mapas multidisciplinares de insospechados diseños. Benítez Rojo destaca la palabra “repite” porque deseo darle el sentido un tanto paradójico con que suele aparecer en el discurso de Caos, donde toda repetición es una práctica que entraña necesariamente una diferencia y un paso hacia la nada (según el principio de entropía propuesto por la termodinámica en el siglo pasado), pero, en medio del cambio irreversible, la naturaleza puede producir una figura tan compleja e intensa como la que capta el ojo humano al mirar un estremecido colibrí bebiendo de una flor.
De ahí que el Caribe no sea un archipiélago común, sino un meta-archipiélago y como tal tiene la virtud de carecer de límites y de centro. Es posible defender la hipótesis de que sin las entregas de la matriz caribeña la acumulación de capital en Occidente no hubiera bastado para, en poco más de un par de siglos, pasar de la llamada Revolución Mercantil a la Revolución Industrial. En realidad, la historia del Caribe es uno de los hilos principales de la historia del capitalismo mundial, y viceversa.
De ahí que el Caribe no sea un archipiélago común, sino un meta-archipiélago y como tal tiene la virtud de carecer de límites y de centro. Es posible defender la hipótesis de que sin las entregas de la matriz caribeña la acumulación de capital en Occidente no hubiera bastado para, en poco más de un par de siglos, pasar de la llamada Revolución Mercantil a la Revolución Industrial. En realidad, la historia del Caribe es uno de los hilos principales de la historia del capitalismo mundial, y viceversa.
El Caribe es el reino natural e impredecible de las corrientes marinas, de las ondas, de los pliegues y repliegues, de la fluidez y de la actuación. Pero actuación como la entiende Benítez Rojo, no sólo en términos de representación escénica, sino también de ejecución de un ritual. En esa actuación se expresa el componente mítico y mágico de las civilizaciones que contribuyeron a la formación de la cultura caribeña. Cuando se habla de génesis de la cultura del Caribe es posible hablar del resultado de una relación dialéctica entre el complejo sincretismo de las expresiones culturales caribeñas que surgió del choque de componentes europeos, africanos y asiáticos dentro de la economía de la Plantación y de la etnología presente en la relación de los componentes guturales de los subsuelos de todos los continentes que ciertamente han convergido a través de cientos de años en nuestra región. Así que podrí decirse que el Caribe es sincretismo y tradición renovada y renovadora.
Cuando la cultura de un pueblo conserva antiguas dinámicas como en el caso del Caribe, éstas se resisten a ser desplazadas por formas territorializadoras externas y se proponen coexistir con ellas a través de procesos sincréticos. Estos procesos son enriquecedores pues contribuyen a aumentar el juego de las diferencias. Y es que no hay ninguna forma cultural pura, ni siquiera las religiosas. La cultura es un discurso, un lenguaje, y como tal no tiene principio ni fin y siempre está en transformación, ya que busca constantemente la manera de significar lo que no alcanza a significar. Es verdad que, al ser comparado con otros discursos de importancia —el político, el económico, el social—, el discurso cultural es el que más se resiste al cambio. Su deseo intrínseco, puede decirse, es de conservación, puesto que está ligado al deseo ancestral de los grupos humanos de diferenciarse lo más posible unos de otros.
De ahí que podamos hablar de formas culturales más o menos regionales, nacionales, sub-continentales y aun continentales. Pero esto en modo alguno niega la heterogeneidad de tales formas. En el caso del Caribe, es fácil ver que lo que llamamos cultura tradicional se refiere a una interrelación de significantes súper sincréticos cuyos “centros” principales se localizan en la Europa preindustrial, en el subsuelo aborigen, en las regiones sub-saharianas de Africa y en ciertas zonas insulares y costeras del Asia meridional. Puede decirse que, en el Caribe, lo “extranjero” interactúa con lo “tradicional”.
En cuanto a una definición del Caribe desde una perspectiva económica[4], hay que ubicar dicha perspectiva en el contexto de las transformaciones económicas del sistema internacional. Estas transformaciones remiten a tres procesos básicos: a) la globalización financiera (con la transnacionalización de la inversión y el flujo transnacional de capitales); b) la revolución tecnológica de la informática que la posibilita y acompaña; y c) la reestructuración productiva a escala mundial ilustrada por la transición desde el modelo fordista/taylorista al más flexible y transnacionalizable modelo toyotista o postfordista, articulados al crecimiento del comercio internacional, la globalización, asimismo, asume dimensiones sociopolíticas (con el redimensionamiento del estado que impone el que se le dé prioridad a la dinámica del mercado, al impulso global a la homogeneización política a través de la promoción de la democracia occidental asociada a ella y al desarrollo de la sociedad civil y su creciente transnacionalización); comunicacionales (con la trasnacionalización comunicativa a través de los diversos medios tecnológicos que abre la revolución informática y la difusión global de valores y mensajes) y culturales (con la promoción homogeneizadora de los valores del consumismo occidental a costa de las expresiones de identidad y los valores locales).
En cuanto a una definición del Caribe desde una perspectiva económica[4], hay que ubicar dicha perspectiva en el contexto de las transformaciones económicas del sistema internacional. Estas transformaciones remiten a tres procesos básicos: a) la globalización financiera (con la transnacionalización de la inversión y el flujo transnacional de capitales); b) la revolución tecnológica de la informática que la posibilita y acompaña; y c) la reestructuración productiva a escala mundial ilustrada por la transición desde el modelo fordista/taylorista al más flexible y transnacionalizable modelo toyotista o postfordista, articulados al crecimiento del comercio internacional, la globalización, asimismo, asume dimensiones sociopolíticas (con el redimensionamiento del estado que impone el que se le dé prioridad a la dinámica del mercado, al impulso global a la homogeneización política a través de la promoción de la democracia occidental asociada a ella y al desarrollo de la sociedad civil y su creciente transnacionalización); comunicacionales (con la trasnacionalización comunicativa a través de los diversos medios tecnológicos que abre la revolución informática y la difusión global de valores y mensajes) y culturales (con la promoción homogeneizadora de los valores del consumismo occidental a costa de las expresiones de identidad y los valores locales).
Bajo la presión de las transformaciones estructurales del sistema económico internacional, el estado-nación se ve forzado a adecuarse a novedosas condiciones para promover una inserción competitiva en el marco de una nueva división internacional del trabajo, a partir de las transformaciones productivas en curso, impulsando programas de ajuste estructural, particularmente en los países periféricos que no están involucrados en la dinámica central de estas transformaciones.
El proceso de globalización da lugar asimismo a una multiplicación y diversificación de actores a escala internacional (incluyendo la tan debatida actualmente configuración de una sociedad civil global) que entran en interacción e inciden sobre el desempeño no sólo de los estado-nación, y más específicamente de los gobiernos que los representan, sino también sobre el desempeño de organizaciones intergubernamentales, corporaciones y bancos transnacionales, y diversas redes y organizaciones no-gubernamentales.
A su vez, las transformaciones estructurales del sistema económico internacional en el marco del proceso de globalización, afectan de manera muy particular a las economías y sociedades de la llamada cuenca del Caribe. Dada esa particularidad es necesario afirmar que existe una marcada heterogeneidad en el tamaño, el desarrollo y las potencialidades económicas de las diversas sociedades caribeñas. En este sentido, es de observar que, en líneas generales, como reacción, entre otros elementos, a la crisis de la deuda en la década de los ochenta y a las presiones globales, en distinta medida, la mayor parte de los países de la región optó por impulsar nuevas estrategias de desarrollo.
Estas estrategias, en reemplazo de la "sustitución de importaciones" privilegiada en etapas anteriores con una activa intervención del estado, se apoyaron en la promoción de exportaciones, su diversificación, y la búsqueda consecuente del incremento en la competitividad en el sistema económico internacional en el marco de programas de ajuste y reestructuración económica. Estos programas buscaron reducir el papel sobredimensionado del estado en la economía y estimular y atraer las inversiones privadas en el área productiva.
En el contexto de las economías del llamado “Gran Caribe” que, más allá del tamaño y de las potencialidades económicas respectivas, se han caracterizado básicamente por la explotación de recursos naturales, la producción agrícola y la elaboración de productos semi-manufacturados de poco valor agregado en el marco de una limitada diversificación. Los nuevos desafíos impuestos por la globalización financiera, la revolución tecnológica y la reestructuración productiva global generaron una serie particular de transformaciones asociadas al proceso de ajuste estructural.
Por un lado, como respuestas a los procesos de globalización económica, implicaron una manifiesta reducción y redefinición de las funciones tradicionales de un estado sobredimensionado y apuntalado tradicionalmente en el clientelismo y los acuerdos populistas, en particular en el Caribe insular y continental9, a través de la reducción del gasto público, la privatización, la desregulación y la eventual apertura y liberalización económica, a la par del impulso de políticas macroeconómicas (fiscales, monetarias) cónsonas con la necesidad de proyectar una imagen de reforma y de estabilidad económica y un ámbito atractivo para la llegada de capital y tecnología extranjera en función de promover la diversificación de exportaciones y la capacidad competitiva respectiva.
Sin embargo, este proceso implicó una serie de consecuencias específicas. En primer lugar, para atraer inversiones extranjeras el estado requirió del desarrollo de condiciones fiscales, de infraestructura, de capacitación y laborales particulares (puestas de manifiesto en particular en las zonas industriales francas de República Dominicana, Jamaica y Puerto Rico.
En segundo lugar, que el estado, en este contexto, se convirtiera en un efectivo (y eficaz) interlocutor de las corporaciones transnacionales que pudieran estar interesadas en invertir en el país.
En tercer lugar, que el estado creara las condiciones asimismo para el impulso y el desarrollo del sector privado local, generando su reciclaje de la producción en el reducido ámbito doméstico a la exportación competitiva en el ámbito internacional. Y finalmente, en cuarto lugar, en el ámbito sociopolítico, que el estado, en el marco del ajuste estructural y de la búsqueda de socios transnacionales, diluyera los contratos sociales y políticos existentes, tanto en términos de su capacidad distributiva a través de políticas sociales como en función de su capacidad reguladora de las relaciones laborales, con costos sociales y políticos significativos.
Es significativo en este sentido que, a pesar de los efectos positivos de las zonas industriales francas en términos del crecimiento económico, las inversiones atraídas por los bajos costos laborales y los desgravámenes fiscales, básicamente dieron lugar al asentamiento de industrias de ensamblaje, con reducidos requerimientos de mano de obra calificada (de allí los efectos sobre el reclutamiento de fuerza laboral femenina y los desequilibrios de género causados en la misma), en una fase del desarrollo del proceso de reestructuración productiva global con crecientes requerimientos de tecnología avanzada y mano de obra calificada, y de la dinámica del comercio mundial crecientemente centrada en el intercambio de manufacturas de alto valor agregado y de servicios.
Por otra parte, en función de los procesos de regionalización en el ámbito de los países industrializados y de las eventuales amenazas proteccionistas, estas transformaciones dieron lugar a la búsqueda de la ampliación de espacios económicos regionales como alternativa para el desarrollo de economías de escala, mercados ampliados y crecimiento del comercio externo a través del incremento del comercio intraregional, en función de evitar su marginalización del sistema económico internacional.
En el caso de los pequeños países de la “cuenca del Caribe” en general y del Caribe no-hispánico insular en particular, este proceso adquirió una especial urgencia frente a la posibilidad de la desaparición o de transformación de los acuerdos preferenciales como la Iniciativa de la Cuenca del Caribe con Estados Unidos, el Acuerdo de Lomé con la Unión Europea, y el Programa CARIBCAN, con Canadá, y a la eventual ventaja competitiva de México con su incorporación al NAFTA (por sus siglas en inglés).
La percepción de lo reducido de sus mercados domésticos y sub-regionales y el poco atractivo consecuente para las inversiones extranjeras reforzó este proceso, dando lugar a específicas recomendaciones de ampliación del espacio económico a través de acuerdos de libre comercio y de complementación económica. Como ilustración baste citar en el “Gran Caribe”, la reactivación de la integración centroamericana luego de la crisis regional de la década de los ochenta, y las recomendaciones de la “West Indian Comisión” a los países del Caribe de habla inglesa a principios de la década de los noventa.
A la vez, con las diferencias de escala del caso, similares preocupaciones llevaron a la creación del “Grupo de los Tres” entre México, Colombia y Venezuela. La promoción de acuerdos de libre comercio conllevó a su vez la necesidad de promover políticas de estímulo para una activa participación de los respectivos sectores empresariales, en el marco del proceso de "nuevo regionalismo" antes citado.
En este contexto, la culminación de este proceso regional se ha materializado en la creación, en 1994, de la “Asociación de Estados del Caribe” (AEC), con la inclusión de 25 estados y 12 territorios asociados de la región.
Sin embargo, bajo los efectos de las transformaciones globales, es evidente un manifiesto tránsito desde las visiones restringidas de la región en el marco de un discurso geopolítico, a concepciones más amplias, fuertemente signadas por la priorización de los intereses económicos y progresivamente, asimismo sociales, claramente ilustrados en una conceptualización del “Gran Caribe” que incluye a estados y territorios insulares, a estados centroamericanos y a los miembros del Grupo de los Tres.
Al margen de la multiplicación de visiones y perspectivas de la región, lo que importa resaltar es en los últimos años aparece asimismo de manera relevante un imaginario social con un referente simbólico central -el debate acerca del regionalismo y de la integración regional, y los avances recientes de los mismos. El regionalismo consiste fundamentalmente en una respuesta a los desafíos externos y domésticos que conllevan una respuesta colectiva, en términos de un proceso de "construcción de una comunidad regional". Este proceso implica la identificación de valores compartidos, de propósitos comunes y de una identidad regional18. Esa identificación se puede articular en tres dimensiones. En primer lugar, en la medida que las sociedades de una determinada área geográfica tienen una experiencia histórica común y se encuentran enfrentados al mismo problema común. En el caso de la cuenca del Caribe, esta experiencia histórica común, si uno no quiere profundizar más allá de la historia del presente siglo, remite a su propia genealogía como unidad geopolítica y a la evolución de la dinámica regional consecuente, reforzada por las distintas percepciones regionales -etnohistoricas, económico-política- de su unidad.
En segundo lugar, una dimensión que remite al desarrollo histórico de vínculos socio-culturales, políticos y/o económicos que los distinguen del resto del mundo. Y en este sentido, con los avatares coyunturales del caso y pese a lo limitado de algunos contactos históricos a través de la barreras culturales, lingüísticas y políticas que lo dividen y fragmentan, el Gran Caribe ha promovido diferentes formas de cooperación entre los estados, a través de diversas organizaciones multilaterales y de las distintos acuerdos de libre comercio y de cooperación económica impulsados en los últimos años, tal como la misma Asociación de Estados del Caribe (AEC).
En tercer y último lugar, una dimensión que refiere a la medida en que han desarrollado diversas organizaciones para manejar asuntos colectivos. Asimismo, en este sentido, si bien en una forma incipiente, la creación de la “Asociación de Estados del Caribe” responde cabalmente a esta dimensión, pese a no constituir en la actualidad "un actor político consolidado". Sin embargo, el regionalismo implica ir más allá en el proceso de construcción de una comunidad regional a través del impulso a la integración y este proceso excede la acción de los estados a través de iniciativas intergubernamentales para apuntar a la construcción de una "comunidad social" de carácter regional, no sólo a través de la consolidación de un actor colectivo regional de carácter interestatal, sino también a través del desarrollo de mecanismos de participación en la toma de decisiones de los actores de la sociedad civil, y a través del desarrollo de un imaginario colectivo común que haga a una identidad regional inclusiva y no exclusiva. Este es el objetivo, a largo plazo, de la integración regional en función de la construcción de una comunidad de valores compartidos, objetivos comunes e identidad regional, en torno a las coincidencias geográficas que configura el Mar Caribe.
Autor: Héctor E. López Sierra, Ph.D.
[1] Antonio Gaztambide-Geigel “La Invención del Caribe en el Siglo XX como Problema Histórico y Metodológico”. Revista Mexicana del Caribe, 1, 1996, pp. 74-96.
[2] Para desarrollar esta sección consulte extensamente a Norman Girvan. El gran Caribe. http://www.acs-aec.org/SG/cliffordsealy_sp.htm.
[3] Antonio Benítez Rojo. (1989 ). La isla que se repite : el Caribe y la
perspectiva posmoderna. Hanover, N.H.: Ediciones del Norte,
[4] Par desarrollar la descripción socio-económica del Caribe consulté a Andrés Serbin. “Impacto de la globalización en el Gran Caribe”. Relaciones
externas de América Latina y el Caribe. Edición Nº 46, Abril-Junio 1996.